

El Dedo


"El movimiento del dedo de un hombre es tan importante o tan insignificante como la catástrofe más terrible, ya que frente al Infinito, ambos son de la misma dimensión".
Rabbi Adín Steinsaltz
A lo largo de la historia, hemos comprobado una y otra vez la colosal distancia que nos separa del Ein Sof, Dios o el Infinito. Ese espacio es tal que en comparación, cualquier evento humano o terrenal puede ser considerado como un insalvable ridículo o un acercamiento a la redención.
Lo mismo es posible trasladarlo al intervalo que imponen ciertas personas con respecto a otras en lamentable demérito, que creyéndose Dios, igualan en aparente democracia y concesión a todos los demás colocándolos, en cualquier caso, por debajo de su ilustrísima existencia.
Pero claro, hemos de aceptar que Dios es Dios y las obvias divergencias con los seres humanos que creen serlo no tardan en aparecer, a veces rápidamente en cascada, otras en lapsos más largos.
Las presunciones y exhibiciones astutas e impúdicas de logros y méritos personales -aún en ámbitos espirituales- que solo implican una revolución fogoneada por el ego o Iesod nos muestra, repetidamente, el fenomenal desvío de lo importante: el retorno a la Unidad, o en términos de psicología analítica, la individuación.
En este proceso la verdadera transformación ocurre cuando los conflictos ocultos (los que se disimulan ante el público, ya sea con estudiados discursos, ropas o falsa empatía) son dolorosa y puntualmente abordados, lo que incluye la tensión entre polaridades (Jesed- Guevuráh). Cuando se asimilan las disidencias internas se liberan nuevas energías arquetípicas cuyo potencial creativo (Netzaj) forma una nueva imagen del Sí Mismo (Tiferet), o sea se rescata la autoestima (Iesod) y no queda lugar para la corrupción (Hod), ya sea ésta expresada como arrogancia o como en la mayoría de los casos la soberbia patológica.
Esta distracción de la energía, la que equivoca su rumbo, es aprovechada por el ejército del Satán que urde estrategias conscientes e inconscientes para generar situaciones en las que el proclamado como “dios” -por millones de moscas y por sí mismo- se eleva a alturas inigualables dibujando más distancia, tanta que el dedo por mucho que se estire no puede señalar.
Así encontramos que “dios”, impulsado por su vanidad se aprovecha del exceso de confianza (Klipah de Jesed) de sus fieles, de la superficialidad de sus aplaudidores y estado de dormición generalizado para asestar un bajo golpe, que dolerá solo un rato ante la revelación de la traición y escaso discernimiento del ahora despabilado seguidor.
En el contexto humano he aquí otro ardid del mal: una grave decadencia moral profundizada por posibles aspectos de complejo de inferioridad personal -e incluso cultural- en donde hallamos la ilusoria superioridad de “alguien” que tiene suficiente poder para poner todo en un plano de igualdad, en la misma menor dimensión y por lo tanto… erigirse en “dios”!
Pues, no. No lo es. No es aceptable esa ecuación entre nosotros, encarnados, y nada es lo mismo.
Aquí abajo, si bien cada caso es diverso, en general quien hizo el esfuerzo y se sacrificó y trabajó y estudió y creó y todo con un grado de decencia y expresando la divinidad que reside en su interior, tiene inexorablemente “más” mérito (cada cual en su debida medida) que quien se dedicó a copiar, refritar, imitar, robar, apropiarse, sacar tajada, ufanarse, burlarse, envidiar, etc. Y como si esto fuera poco, no somos iguales ni nada es igual a nada. Cada uno de nosotros intenta expresar sus propias cualidades íntimas, sus dones naturales, llevando a cabo su misión personal rescatando sus valores propios y principios, revelando y advirtiendo las fechorías del mal.
En todo caso es posible creer que somos iguales ante Dios. El de verdad.
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